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CHOCÓ, Colombia - "Comencé a trabajar como partera hace 37 años", dice Neida Waitotó, 1 de las 4 comadronas de Docordó, una comunidad ribereña de unos 1.200 habitantes, en su mayoría afrodescendientes, situada en una zona remota de la selva colombiana, a 2 horas en barco desde la ciudad más cercana.

"En 1978 vinieron las monjas, nos enseñaron el oficio de partera y nos entregaron material".  "Desde entonces —continúa—, las comadronas de Docordó han seguido recibiendo capacitación, pero ningún equipo nuevo". Aun así, han logrado que en el transcurso de estos años nacieran cientos de bebés de forma segura. "Y ninguna de las madres murió", añade Waitotó, quien, hace una semana, asistió un parto de gemelos.

Las comadronas son esenciales para la supervivencia de las mujeres y los bebés de Docordó y de decenas de otras comunidades colombianas remotas carentes de servicios de salud públicos, no solo por razones geográficas, sino también debido a los conflictos armados y la violencia que asolan grandes extensiones del país desde hace más de 50 años. Hasta ahora el conflicto ha desplazado a unos 7 millones de personas. Nueve de cada 10 desplazados pertenecen a grupos indígenas.

Los agentes no estatales —incluidos las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN), los paramilitares y los grupos involucrados en el crimen organizado— y las Fuerzas Militares de Colombia mantienen enfrentamientos desde hace varios decenios, de modo que numerosas comunidades han quedado literalmente atrapadas en el fuego cruzado y muchas otras a merced de la coerción, la explotación, la intimidación y los abusos.

Los combates y la violencia han impuesto una pesada carga económica sobre las comunidades de varias provincias o "departamentos", como Chocó, donde se encuentra Docordó, lo cual ha ocasionado y exacerbado la pobreza y el subdesarrollo de la región. Cuatro de cada 5 personas de Chocó viven en la pobreza extrema.

La mortalidad materna es más elevada en las zonas de conflicto

Los conflictos y la violencia —así como el aislamiento derivado— también han perjudicado en gran medida la salud de las mujeres. Las muertes maternas son casi ocho veces mayores en las comunidades donde hay presencia de grupos armados. Otros indicadores de salud muestran también las repercusiones negativas que los problemas de seguridad tienen en la salud sexual y reproductiva de sus habitantes: las muertes por el VIH y el sida triplican la tasa nacional, y la cifra de embarazos de las adolescentes menores de 15 años duplica la de otras partes del país.

Waitotó dice que en Docordó algunos partos son demasiado complicados para que ellas los atiendan solas. La intervención de un médico salvaría muchas vidas, pero, debido al problema de seguridad y el aislamiento extremo de la zona, la comunidad por lo general no dispone de servicios médicos. «Los médicos, cuando vienen, no se quedan mucho tiempo», dice. Recientemente, la  comunidad pasó cuatro meses sin ningún facultativo o profesional de la medicina.

Eso significa que algunas mujeres tienen que viajar horas en barco hasta un hospital de Buenaventura, a un costo prohibitivo para la mayoría. Y si las complicaciones se presentan por la noche, ni siquiera existe la opción de trasladarse a un hospital, debido a la inseguridad que impera después del anochecer. Los medicamentos que pueden ayudar a salvar a la madre y al bebé por lo general no se consiguen, y lo mismo ocurría antes de que el puesto sanitario local cerrara por falta de recursos.

María Estela Ibargüen es otra de las comadronas de Docordó. Ella y Waitotó se prestaron asistencia mutua en sus partos. A María Estela le preocupa que las comadronas de la comunidad estén envejeciendo y no haya jóvenes que las reemplacen. "¿Qué futuro nos espera cuando la vieja generación ya no esté?".

Los problemas de salud de las mujeres son aún más preocupantes justo al otro lado del río, en Unión Balsalito, una comunidad indígena guanana de unos 360 habitantes. Allí, las comadronas emplean métodos tradicionales para asistir el parto, pero carecen de los suministros más básicos, como guantes de goma.

A las mujeres de Unión Balsalito les resulta particularmente difícil acceder a los servicios, incluso a los de Buenaventura: la mayoría no hablan español y tienen aún menos recursos que sus vecinas de la orilla opuesta del río. En algunos casos, incluso, las que han podido viajar a un centro urbano se han topado con la discriminación de quienes prestan los servicios de salud.

El Gobierno despliega brigadas de salud itinerantes en todo el país para proporcionar servicios básicos a los pobres y marginados en lugares como Docordó. Pero los problemas de seguridad de muchas regiones les impiden llegar a gran parte de las comunidades más necesitadas.

Por lo general, el acceso a los suministros, medicamentos y servicios, incluida la atención obstétrica de urgencia y la planificación familiar, está bloqueado debido a los conflictos y la violencia, o a causa de desastres naturales, en especial las inundaciones y deslizamientos de tierra de esta zona, que registra un promedio de 10.000 mm de lluvia anuales.

Se calcula que, solo en los 6 primeros meses de 2015, 2 millones de personas «sufrieron restricciones de acceso o de movilidad» como resultado de «122 episodios relacionados con acciones armadas, desastres naturales o protestas masivas», según las Naciones Unidas.

Blandir el arma de la violencia sexual

El conflicto no solo ha impedido el acceso a los servicios de salud, sino que también ha tenido un costo directo en la salud, la vida y la supervivencia de miles de mujeres y niñas.

Un estudio llevado a cabo por Oxfam y la Casa de la Mujer estima que 500.000 mujeres y niñas han sido violadas o han sufrido otras formas de violencia sexual en el curso del conflicto que afecta al país desde hace decenios. La violación se ha utilizado a veces como arma de guerra.

Otras, se ha empleado como amenaza para intimidar a toda una comunidad cuando se niega a prometer lealtad a un grupo determinado. Además, los datos disponibles sugieren que 1 de cada 10 víctimas de violencia sexual en zonas de conflicto es de sexo masculino.

Nimia Teresa Vargas dirige la Red Departamental de Mujeres Chocoanas, con sede en Quibdó. La red, que recibe suministros —como botiquines obstétricos asépticos— y asistencia técnica y financiera del UNFPA y otros organismos de las Naciones Unidas, se creó en 1991 como grupo de empoderamiento de las mujeres, pero desde entonces se ha transformado en una organización de defensa de los derechos humanos que también ofrece servicios a las supervivientes de la violencia sexual.

«A medida que las mujeres que asistían a nuestros grupos de discusión comenzaron a conocer sus derechos, cada vez eran más las que contaban que habían sido violadas», dice Vargas. "Empezaron a salir a la luz casos de grupos armados que intentaban tomar el control de las comunidades empleando la violencia sexual como estrategia para demostrar que tenían el poder".

Relata que solían violar a una mujer delante de su marido o a una niña delante de su padre para afirmar su control y mostrar lo que podría ocurrirle a los demás si la comunidad no aceptaba las exigencias del grupo armado que los amenazaba.

En respuesta, la organización de Vargas no se limitó a formar grupos de apoyo para las supervivientes; comenzó asimismo a denunciar sistemáticamente los incidentes a las autoridades gubernamentales y a asegurarse de que las mujeres chocoanas tuvieran acceso no solo a servicios de salud y apoyo psicológico de calidad, sino también a la justicia.

Los grupos armados responsables de la violencia sexual han amenazado en repetidas ocasiones la vida de Vargas, y mataron a una mujer que tras participar en uno de los programas de formación de su red se había convertido en una decidida activista.

Nuevas medidas de apoyo para los supervivientes

En 2011, Colombia promulgó la Ley 1448 de Víctimas y Restitución de Tierras, dirigida a apoyar a las víctimas del conflicto armado del país, cuyo número se estima en 7,3 millones de personas. Esta ley también dio lugar a la creación de la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (UARIV), destinada a asistir a las víctimas del conflicto armado, incluidos los supervivientes de la violencia sexual.

Los supervivientes que denuncian su caso a la UARIV tienen derecho a una indemnización en efectivo, además de a servicios integrados de salud, atención psicológica, rehabilitación y otros servicios de apoyo, que se prestan respetando su privacidad. A los usuarios también se les informa sobre sus derechos y, por lo general, es la primera vez en su vida que oyen hablar de ellos.

Según Licet Cienfuegos, los supervivientes que asisten a los grupos para mujeres y en materia de género de la UARIV y que acceden a sus servicios "reconocen que no están solos, que son ciudadanos de derechos y agentes del cambio". Asimismo, señala que muchos de ellos han llegado a crear sus propios grupos de apoyo o de defensa de sus intereses. "Estamos intentando que las mujeres se consideren agentes del cambio, capaces de conformar el futuro de sus comunidades".

En septiembre de 2015, 9.892 mujeres, 863 hombres y 53 personas que se identificaron como lesbianas, gais, bisexuales o transgénero habían denunciado agresiones sexuales. Algunos de estos casos tuvieron lugar en los últimos dos años, pero muchos ocurrieron años atrás.

El UNFPA colaboró con la UARIV en el desarrollo de capacitación en materia de primeros auxilios destinada a brindar apoyo psicosocial adecuados culturalmente. "Les enseñamos cómo tratar a las víctimas, de manera que no se las vuelva a victimizar", explica Cienfuegos.

El conflicto también ha tenido un efecto indirecto pero tal vez más insidioso en la salud y en los derechos de las mujeres y las niñas de Chocó.

Las consecuencias para la salud de la pobreza ocasionada por el conflicto

La violencia o la amenaza de violencia han paralizado la economía de la región y, en consecuencia, numerosas personas y familias disponen de escasas o nulas oportunidades de empleo o medios de vida. La pobreza multiplica su vulnerabilidad, sobre todo en el caso de las mujeres y las adolescentes.

En algunos casos, estas mantienen relaciones sexuales transaccionales con miembros de los grupos armados a fin de obtener alimentos y otros artículos de primera necesidad. En otros, se les obliga a ejercer la prostitución.

También ha habido casos en que un grupo armado proporciona a la comunidad alimentos u otras mercancías, en lo que parecería un gesto de buena voluntad. Pero después exigen que se les  devuelva el favor, en ocasiones mediante la entrega de las hijas, que probablemente acaben como esclavas sexuales o combatientes armadas.

La pobreza derivada del conflicto también impulsa a los hombres de comunidades remotas a emigrar a las ciudades en busca de trabajo. Cuando regresan, algunos traen consigo infecciones de transmisión sexual que contagian a su vez a sus esposas. La carencia de servicios de salud en la mayoría de estas comunidades tiene como consecuencia que dichas infecciones posiblemente no se diagnostiquen ni se traten.

"El conflicto ha perjudicado a todos de alguna manera", dice el representante del UNFPA Jorge Parra. "Pero ha afectado de manera desproporcionada a las mujeres y las niñas, y las ha privado de sus derechos fundamentales a la salud, a la seguridad y a tener el poder y los medios para decidir si quieren tener hijos, cuándo y con qué frecuencia", agrega. "La tarea que nos espera es monumental, pero, con los recursos adecuados y voluntad política, podemos llegar a las mujeres y niñas más vulnerables de todo el país".

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